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Foto del escritorMarcelo Robles

03 REFLEXIÓN TEOLÓGICA: Cosmovisión y apologética


Verdadera espiritualidad y cosmovisión cristiana

Para cultivar una cosmovisión cristiana -no se trata sólo de estudiar y debatir ideas, sino de morir y resucitar de nuevo en unión con Cristo-. Sin esta realidad espiritual interior, todo lo hasta aquí dicho sobre cosmovisiones podría ser poco más que un ejercicio mental, un modo de solucionar rompecabezas intelectuales, o, peor aún, una manera de impresionar a otros dándose aires de inteligencia y cultura. Prácticamente cualquiera puede aprender a cacarear frases altisonantes, pronunciar ciertas consignas, repetir citas con garra, para dar una imagen de persona culta y sofisticada. Aun los estudios sobre cosmovisión pueden convertirse en un vivero de orgullo en vez de canalizar un proceso para someter la mente al Señorío de Cristo. En efecto, me atrevo a ir aún más lejos y afirmar que el primer paso para conformar el intelecto a la verdad de Dios es morir a la propia vanidad, orgullo y apetencia de respeto de los amigos y el público. Debemos desechar las motivaciones mundanas que nos impulsan a actuar, rogar para ser motivados únicamente por el deseo genuino de someter la mente a la Palabra de Dios -y después utilizar ese conocimiento al servicio de los demás. Podemos hacer un buen trabajo arguyendo que el cristianismo es verdad en su totalidad, pero otros no hallaran que este mensaje es persuasivo a menos que hagamos una demostración visible de esa verdad en acción. Otras personas deben poder ver por sí mismas, en el transcurso diario de nuestra vida, que no hacemos del cristianismo un refugio privado, una manta cómoda, un castillo de cuentos de hadas que sólo tienen por objeto que nos sintamos mejor. Es completamente imposible que la gente acepte nuevas ideas de índole abstracta sin percibir una ilustración concreta del aspecto que adquieren cuando son llevadas a la práctica. Los sociólogos llaman a esto «estructura de plausibilidad » -el contexto concreto en el que se encarnan las ideas-. La iglesia debe ser la estructura de plausibilidad para el evangelio. Cuando la gente ve una dimensión sobrenatural de amor, poder y bondad en el estilo de vida y trato de los cristianos, entonces el mensaje de la verdad bíblica se hace plausible. Pero ¿Qué sucede si la gente ve que los cristianos practican la injusticia y se acomodan al mundo? ¿Quién entonces creerá nuestro mensaje? La presentación verbal del mensaje que ofrece la cosmovisión cristiana pierde su poder si no es validado por la calidad de nuestras vidas. LA CRISIS DE SCHAEFFER Investigando para escribir este libro, releí varios clásicos cristianos que perfilaron mi pensamiento en los años siguientes a mi conversión, acaecida hace unos treinta años. Entre ellos, Verdadera espiritualidad, de Francis Schaeffer, obra que él consideraba fundamental entre todos sus escritos. ¿Por qué? Porque explica cómo aplicar principios bíblicos a la experiencia cotidiana. Él sabía que sin integridad a nivel personal, la cosmovisión del cristiano degenera fácilmente en un conjunto de ideas exánimes o sistema cognitivo descarnado. Y aunque es cierto que el cristianismo ofrece el mejor sistema cognitivo para explicar el mundo, no es sólo un sistema. Conocer la verdad sólo tiene sentido como primer paso para vivirla cada día. ¿ Y cómo aplicar las creencias a la realidad de la experiencia diaria? Muriendo a nosotros mismos, a fin de vivir para Dios. De mis primeras lecturas de Verdadera espiritualidad, no recordaba que comienza con el tema del sufrimiento. Varios gigantes espirituales, como Richard Wurmbrand, se desarrollan espiritualmente a través del sufrimiento. Todos descubrimos más tarde o más temprano que el crecimiento espiritual más profundo ocurre normalmente en medio de las crisis. Puesto que somos criaturas caídas que vivimos en un mundo caído, la perfección de nuestro carácter suele ser un proceso doloroso.4 El propio Schaeffer atravesó una crisis de fe después de haber sido pastor y obrero misionero por más de diez años. En ese momento, se sintió muy frustrado por la falta de realidad espiritual en la vida de muchos cristianos conocidos -incluido él mismo- y se planteó cómo podía vivir experimentalmente la vida cristiana que describe el Nuevo Testamento. ¿Cómo apropiarse del amor, el poder y la vida abundante que Dios promete? «Paseaba por las montañas cuando el cielo se despejaba», recordó Schaeffer más tarde, «y cuando llovía caminaba de un extremo a otro del henil anexo al viejo chalet donde vivíamos».5 Paseando y orando, repasó su pensamiento hasta el agnosticismo de sus días juveniles, reconsiderando cuestiones básicas como la veracidad de la Biblia. Después de convencerse de que es verdadera, pidió a Dios que le mostrara cómo su mensaje redentor podía ser real y palpable en su propia vida. Con el tiempo descubrió que la clave de la transformación interior es la aplicación de la obra de Cristo en la cruz en esta vida, no sólo en la venidera. Teológicamente hablando, descubrió que la muerte y resurrección de Cristo son la base de la justificación y también de la santificación -el crecimiento en santidad que debe tener lugar en el creyente aquí y ahora. ÍDOLOS DEL CORAZÓN Un tema descollante en el Nuevo Testamento es que la muerte y la resurrección de Cristo no sólo fueron acontecimientos históricos objetivos -aunque, desde luego, fueron eso antes que nada-. Nunca debemos renunciar a la convicción de las verdades objetivas de la muerte y resurrección de Cristo como base de nuestra justificación. Pero el paso siguiente es poner a Cristo como modelo continuo de nuestra vida. Como expresaron los autores medievales, somos llamados a practicar la «imitación de Cristo». No en el sentido moralista de intentar moldear nuestra vida según ciertos preceptos éticos, sino en el sentido místico de que nuestro sufrimiento es partícipe del sufrimiento de Cristo. Por eso escribió Pablo: «Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él...» (Ro 6:6); y: «... El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» ( Gá 6: 14 ). Sólo después de compartir la muerte de Cristo es válida la promesa de participar en su resurrección. Pero el orden es crucial. «Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo», dice Pablo, «a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Ro 6:4 ). Es imposible recibir una vida nueva hasta rendir verdaderamente la vieja. Por supuesto, esto lo hacemos en la conversión, mediante una transacción irrevocable en la que Dios, como juez, declara nuestros pecados perdonados y nos adopta en su familia. Pero el ser declarado justo en sentido judicial es sólo el principio. Después de eso, somos llamados a iniciar un proceso en el que morimos espiritualmente, día tras día, a patrones pecaminosos profundamente arraigados, para poder ser libres del pecado y crecer espiritualmente como nuevas personas. Debemos aprender cada momento a decir no al pecado y las motivaciones mundanas. En un mundo de relativismo moral, donde todo queda reducido a la elección personal, la mera negativa es una enseñanza muy dura. Si no nos parece dura, es probable que nos estemos acomodando al mundo sin darnos cuenta. Si no nos negamos para humillarnos y buscar el poder capacitador de Dios, es probable que no nos estemos plantando contra el sistema pecaminoso del mundo como debiéramos. El principio de morir a los sistemas mundanos va mucho más allá de los pecados obvios. En una cultura que lo mide todo sometiéndolo a pautas de tamaño, éxito e influencia, también tenemos que negarnos a estos valores mundanos. En una cultura de prosperidad material, tenemos que negarnos a codiciar una casa mejor, conducir un auto más elegante, residir en un vecindario más exclusivo, desplegar un ministerio más notable. En una cultura que juzga a la gente por la reputación y los logros, tenemos que resistir la seducción de vivir en pos del reconocimiento y el adelanto profesional. No es que estas cosas sean malas en sí mismas. Pero si nos llenan el corazón y definen nuestras motivaciones, se convierten en obstáculos para nuestra relación con Dios -lo que significa que es pecado para nosotros-. Como dice Pablo, todo lo que no es de fe es pecado, porque interrumpe nuestra sincera devoción a Dios e impide el crecimiento en santidad. Dios llama a tales obstáculos «ídolos del corazón» (véase Ez 14:1-11) -pueden incluir necesidades genuinas completamente legítimas y adecuadas en sí mismas-. Aquí es donde el principio se torna realmente difícil. Cuando nuestras necesidades naturales se convierten en causa de ira y amargura, o en motivo para oprimir o atacar a otros, también debemos decirles que no. Por ejemplo, es perfectamente legítimo disfrutar de intimidad y respeto en el matrimonio. Pero somos pecadores, y a veces los esposos cristianos se sienten solos y poco queridos. Entonces sucede una de dos cosas: uno de ellos se enfada y rechaza al otro, o muere a sus necesidades personales legítimas y confía que Dios use para bien de una situación imperfecta. También, es bueno y legítimo aspirar a un empleo en el que se desarrollen los talentos que Dios ha concedido, en el que se disfrute del respeto de colegas y supervisores. Pero en un mundo caído, tal vez tengamos que aceptar un empleo que no nos satisfaga; puede que no tengamos mucho éxito; o que tengamos que trabajar para jefes despreciativos y explotadores. ¿Entonces qué? O esgrimimos el puño ante Dios, o ponemos nuestros talentos en el altar y morimos a ellos, confiando que Dios honre el sacrificio que le ofrecemos. Poner nuestras necesidades legítimas en el altar no significa cerrar la boca y los ojos a una situación pecaminosa. Si alguien está en el error, entonces la respuesta amorosa no consiste en ceder sino en confrontar a esa persona. No es un acto de amor permitir que alguien peque contra mí impunemente. El pecado es un cáncer en el alma de la otra persona, y el amor genuino debe ser fuerte y valiente para sacar el pecado a la luz, donde puede ser diagnosticado y tratado. No obstante, es muy fácil hacer lo correcto con mala actitud. Sólo cuando se ofrece a Dios la ira, el temor y el deseo de control, se desarrolla la clase de espíritu que Dios puede usar para confrontar a otros. «También Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas», escribió Pedro -con el propósito último de «llevarnos a Dios» (1 P 2:21; 3:18)-. Así también, cuando sufrimos, aun injustamente, el propósito último es equiparnos para guiar a otros a Dios. Cada momento, siempre que sufrimos los efectos del pecado y del quebranto en un mundo caído, necesitamos pedirle que use esas pruebas para unirnos a Cristo en su sacrificio y su muerte -para poder ser usados para llevar a otros al arrepentimiento y la renovación. TEOLOGÍA DE LA CRUZ Pedro anuncia que la cruz de Cristo es un modelo para la estructura profunda del progreso espiritual. Jesús mismo establece esta conexión en los Evangelios: «Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día». E inmediatamente añade: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lucas 9:22, 23 ). Note la secuencia: primero somos desechados y muertos, después, resucitados. En el caso de Jesús, el rechazo provino de los corruptos líderes religiosos de su tiempo, cuyos corazones, ocultos bajo ropaje religioso y verborrea beata, se movían por el celo y la ambición mundanos. Ellos representaron, pues, el mundo y su rebelión contra Dios y el rechazo de su Hijo. En nuestra propia vida, el rechazo puede provenir ora del mundo, ora de los creyentes religiosos con motivaciones mundanas en el corazón -padres negligentes o abusivos, cónyuges que no aman o son infieles; hijos que se rebelan contra la educación cristiana recibida; iglesias no acogedoras; jefes despreciativos e irrespetuosos; amigos íntimos que traicionan. Por vivir en un mundo que sigue estando bajo el dominio del pecado, todos seremos rechazados y ofendidos de algún modo. Como expuso Martin Lutero, los cristianos abrazan la teología de la cruz, no una teología de gloria.7 El misterio de nuestra salvación fue llevado a cabo por el advenimiento de Jesús a la tierra no como héroe conquistador, sino en calidad de siervo sufriente -escarnecido, azotado, colgado en una cruz-. El verdadero conocimiento de Cristo sólo se obtiene si uno está dispuesto a rendir sus sueños de gloria, a orar para identificarse con Él en la cruz. Dando clase en casa a mi hijo Dieter, le enseñé a usar la grabadora, y solíamos cantar a dúo este himno conmovedor: Jesús he tomado mi cruz, Dejado todo para seguirte; Despojado, despreciado, abandonado, En adelante Tú serás mi todo. 8 Intente aplicar este punto de vista en la zona de Washington, D. C., donde yo vivía, o en cualquier otro lugar donde se sufre una presión implacable que obliga a progresar, causar buena impresión, conseguir contactos idóneos, adelantar la propia causa. ¿Despojado? ¿Despreciado? ¿Estamos realmente dispuestos a permitir que Dios nos haga pasar por tiempos de derrota y desesperanza para experimentar comunión con su crucifixión? La maravilla de la bondad de Dios es que Él puede aprovechar estas «cruces » para nuestra santificación, lo mismo que usó la muerte de Jesús para adelantar su plan redentor. «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien», dijo José a sus hermanos ( Gn 50:20 ). Los cristianos piensan a veces que es piadoso negar el mal que se les ha infligido -cubrirlo, decir que no fue tan malo, sonreír en público-. Pero José no se arredró en llamar malignos los hechos de sus hermanos, ni tampoco deberíamos hacerlo nosotros. En este mundo, también seremos rechazados por personas con motivos pecaminosos, y por amor a la verdad deberemos llamar las cosas por su nombre. Pero podemos cambiarlo para bien dándonos cuenta de que el sufrimiento nos da la oportunidad de participar espiritualmente en la jornada que Jesús trazó para nosotros: rechazo, muerte (espiritual), y por fin, resurrección. RECHAZADO, MUERTO, RESUCITADO En un mundo caído, en el que la naturaleza misma ha perdido su armonía, la mayor fuente de sufrimiento para algunas personas puede ser física. La fuerza que interrumpe y amenaza el curso normal de la vida puede ser enfermedad o accidente. En los últimos años, una querida amiga ha sufrido cáncer -en una fase de su enfermedad, rondó varios meses entre la vida y la muerte-. Sabiendo que es una persona espiritualmente sensible, le pregunté qué había aprendido de esta experiencia angustiosa. «Aprendí que tenía que estar dispuesta a morir», me respondió con ojos humedecidos. «Me estaba aferrando desesperadamente a la vida, a mi familia, y tuve que dejarlo todo a un lado y estar dispuesta a que Dios me arrebatara todo». Éste es exactamente el punto al que Dios tiene que llevarnos a todos. Ya sea sufrimiento físico, ya psicológico, Dios nos muestra en qué basamos realmente nuestra vida arrebatándonosla. Cuando perdemos la salud, o la familia, o el trabajo, o la reputación, y la vida se nos hunde y nos sentimos perdidos y vacíos, entonces nos damos cuenta de hasta qué punto nuestra motivación e identidad estaban realmente atadas a esas cosas. Por eso tenemos que estar dispuestos a permitir que Él se las lleve. Tenemos que estar «dispuestos a morir». Este principio puede parecer excesivamente negativo, y ciertamente, hay una clase de cristianismo que enseña un ascetismo estricto y severo -como si la santidad consistiera simplemente en decir que no a la diversión y el placer-. Pero no tiene nada que ver con la huida monástica del mundo. Es más bien escoger obedecer los mandamientos de Dios con todo el ser, aun cuando sea penoso o costoso. Es clamar a Él cuando nuestro corazón está crucificado por la traición o la opresión. Es dejar atrás las cosas que amamos o más queremos, si aferrarnos a ellas nos incita al enfado contra Dios o a la pugna contra otros. Es creer en la bondad de Dios, a veces por puro acto de la voluntad, ante un mal sobrecogedor. Y es la oración susurrada para que Dios nos conceda el estar unidos a Cristo y someternos al ejemplo que Él nos dio -rechazado, muerto, resucitado. Tendemos a tener un concepto limitado de muerte espiritual diciendo que no sólo a las cosas que queremos o codiciamos -placeres culpables y ambiciones egoístas-. Pero, en realidad, significa morir internamente a todo aquello que nos controla. Y puede que la cosa que realmente nos controla no sea lo que queremos, sino lo que tememos. El temor puede dominar nuestra vida tan intensamente como el deseo. O la ira. O el orgullo. O incluso los deseos vanos, una persona desencantada con la vida puede desear que las cosas hubieran sido distintas y tener por imposible desembarazarse de esperanzas aplastadas y sueños arruinados. Cualquier cosa que le controle, eso es lo que debe poner sobre el altar del sacrificio. Sólo entonces estaremos libres de coacciones internas y seremos capaces de descubrir la libertad en la que nada sino «el amor de Cristo nos constriñe» (2 Co 5:14). MÁQUINAS PRODUCTORAS DE VIDA No obstante, el sacrificio de los ídolos del corazón es sólo un paso en el proceso. El siguiente es orar por liberación espiritual. Porque siempre que cedemos a pecados arraigados e incrustados, damos a Satanás un asidero en nuestro yo profundo -y quedamos esclavizados a él-. Como escribe Pablo, los miembros de nuestro cuerpo pueden convertirse en «instrumentos de iniquidad» (Ro 6: 13 ). Esta es una verdad meridiana: Es incluso posible para el cristiano ser controlado por Satanás y realizar su trabajo. No hay terreno neutral en la batalla espiritual entre las fuerzas de Dios y las del diablo. Si alguna área de la vida no está rendida en obediencia a Dios, en la práctica está bajo el control de Satanás, lo que le concede una lealtad que sólo pertenece a Dios. Pablo parece entender que estas palabras son difíciles de aceptar por los cristianos, ya que expone el principio con más detalle: «¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justificación?» (Ro 6: 16). Quiere decir que aun los que son salvos en Cristo, con sus palabras y actos cotidianos, producen vida o muerte. La realidad terrible es que podemos asistir a la iglesia regularmente, leer la Biblia diligentemente, e incluso trabajar en un ministerio cristiano, y seguir siendo lo que Schaeffer denomina «máquinas productoras de muerte» que viven contrariamente a su llamado, entregadas al diablo, y por tanto, produciendo muerte en este pobre mundo.9 ¿Cómo sabremos si estamos produciendo vida o muerte? Si nuestra vida exhibe o no la belleza del carácter de Dios. Cuando la gente se fija en como usted vive, ¿es atraída a Dios o se aleja de Él? Cuando observa la manera en que usted trata a otros, ¿encuentra el evangelio más creíble o menos? Esta es la norma por la que debemos medir nuestros actos. Los cristianos son llamados a ser «máquinas productoras de vida», a demostrar con nuestros hechos y carácter que Dios existe. Podemos predicar un Dios de amor, podemos tener incluso oportunidades de evangelizar a miles de personas a través de ministerios y programas eclesiásticos, pero si los incrédulos no observan amor visible en esos ministerios e iglesias y organizaciones cristianas, socavaremos la credibilidad del mensaje. «El medio es el mensaje», usando la famosa frase de Marshall McLuhan. Y para los cristianos el medio es la manera en que nos tratamos los unos a los otros. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos» dijo Jesús, «si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35 ). La estrategia divina para evangelizar a un mundo perdido es que la iglesia funcione como demostración visible de su existencia. SU OBRA, A SU MANERA Cuando los cristianos hablan de la importancia de desarrollar un mensaje inserto en una cosmovisión, normalmente se refieren a aprender a argüir persuasivamente contra los «ismos» actuales. Pero el tener una cosmovisión cristiana no sólo es cosa de dar respuesta a cuestiones intelectuales. También significa observar principios bíblicos en las esferas personal y práctica de la vida. Los cristianos pueden ser infectados por cosmovisiones laicas en sus creencias, pero también en sus costumbres. Por ejemplo, una iglesia o ministerio cristiano puede ser bíblico en su mensaje y, sin embargo, no serlo en sus métodos. Hudson Taylor, el gran misionero a China, dijo que la obra del Señor se debe realizar a su manera, si es que ha de contar con su bendición. Debemos expresar la verdad en lo que predicamos y en la manera de predicarlo. Una organización cristiana puede llevar a cabo la obra del Señor, pero si actúa movida por celo y voluntad humanos, usando métodos seculares de promoción y publicidad, sin amor visible entre el personal y sus obreros, no será más que otra forma de realización humana que logra poco para el Reino de Dios. Recuerde la imagen de los dos sillones (comentados en el capítulo 6). Para el no creyente sentado en el sillón del naturalista, no existe más que un sistema cerrado de causas naturales. La definición misma de lo que cuenta como conocimiento está limitada por el naturalismo y el utilitarismo. Pero para el creyente sentado en el sillón del sobre-naturalista, el mundo natural es sólo una parte de la realidad. Una perspectiva completa abarca tanto los aspectos visibles como los invisibles de la realidad. Los cristianos no sólo son llamados a admitir intelectualmente la existencia de ambos aspectos de la realidad, sino también a funcionar prácticamente sobre esa base. Día tras día, han de tomar decisiones que no tendrían sentido a menos que el mundo invisible sea tan real como el visible. La Escritura ofrece una ilustración espectacular de los dos sillones en el relato de Elíseo cuando fue rodeado por las tropas sirias (2 R 6:15-17). «No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos», dijo Elíseo a su afligido siervo. Pero el siervo no los podía ver. Entonces Dios abrió los ojos del siervo y éste vio que «el monte estaba lleno de gente de a caballo, y carros de fuego alrededor de Elíseo». La misma idea se repite en el Nuevo Testamento: «Mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4). Somos llamados a tomar decisiones sabiendo que el mundo invisible ejerce un poderoso efecto sobre el mundo visible y juega un papel activo en la historia humana. ¿Qué significa esto en la práctica? Que algunas veces actuamos en maneras que parecen irracionales a los que están sentados en el sillón del naturalista, que sólo ven el mundo físico. Significa que hacemos lo correcto incluso pagando un gran precio, porque estamos convencidos de que lo que ganamos en el ámbito invisible vale mucho más que lo que perdemos desde una perspectiva mundana. Tristemente, muchos cristianos viven gran parte de sus vidas como si el naturalista tuviera razón. Asienten cognitivamente a las grandes verdades bíblicas, pero adoptan sus decisiones prácticas, cotidianas, basados únicamente en lo que pueden ver, oír, medir y calcular. Cuando confiesan sus creencias religiosas, se sientan en el sillón del sobre-naturalista. Pero en la vida ordinaria lo dejan de lado y se sientan en el sillón del naturalista; viven como si lo sobrenatural no fuera real en ningún sentido práctico y se apoyan en su propia energía, talento y cálculo estratégico. Puede que deseen sinceramente realizar la obra del Señor, pero la hacen siguiendo las pautas del mundo, usando métodos mundanos y motivados por deseos mundanos de éxito y aplauso. La Biblia califica esto de vivir en la «carne», no en el Espíritu, y Pablo hace referencia al problema en su epístola a los Gálatas: «¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?» (Gá 3:3). Muchos creyentes actúan como si hacerse cristianos fuera una cuestión de fe, pero el mantenerse después dependiera de su propia iniciativa y fuerza de voluntad. Se esfuerzan por ser «perfeccionados por la carne». Actuando en la carne pueden producir resultados impresionantes en el mundo visible. Iglesias y organizaciones para-eclesiásticas pueden generar considerable publicidad, celebrar conferencias encantadoras, atraer a grandes multitudes, recolectar sustanciosos donativos, producir libros y revistas, y ejercer influencia política en Washington. Pero si esa labor se hace en la carne, no importa cuánto éxito aparente logre, poco hace por edificar el reino de Dios. Cuando se hace la obra del Señor buscando apoyo en la sabiduría humana, usando métodos humanos, ya no es la obra del Señor.10 La única manera en que la iglesia puede adquirir credibilidad genuina ante los incrédulos es mostrarles algo que ellos no pueden explicar ni replicar con sus métodos naturales, pragmáticos -algo que sólo pueden explicar invocando a lo sobrenatural.

 

Extracto de la Introducción del libro Verdad total, Nancy Pearcey. Editorial Jucum.


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