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¿Por qué trabajar?


Nota preliminar: Dorothy Sayers (1893-1957) fue una afamada poetisa, autora de novelas policiacas, dramaturga, traductora deante y ensayista. Amiga de C. S. Lewis y los restantes integrantes de los Inklings, su obra más célebre es The Mind of the Maker (La mente del Creador, 1941), que explora las analogías entre la Trinidad y la mente de los creadores humanos, en particular las mentes dedicadas a la creación literaria. Hasta aquí, con todo, solo ha sido dada a conocer en nuestra lengua por sus obras literarias (varias de ellas publicadas en editorial Lumen durante la última década). El ensayo que aquí presentamos se encuentra entre las piezas más influyentes y características de la autora. Escrito durante la guerra y pronunciado como conferencia en 1942, fue publicado en la colección Creed or Chaos? and other Essays in Popular Theology (Credo o caos y otros ensayos de teología popular, 1947). El texto lleva la huella clara del contexto de guerra, pero ha mostrado también ser portador de una duradera comprensión cristiana del trabajo. ¿Por qué trabajar? [1]

En una ocasión previa ya he hablado con cierta extensión sobre el trabajo y la vocación. A lo que ahí instaba era una completa revolución en nuestra actitud respecto al trabajo. Afirmaba que tenía que ser considerado no como algo fastidioso a ser experimentado con el propósito de hacer dinero, sino como un modo de vida en el que la naturaleza del hombre debería encontrar su apropiado ejercicio y placer, y así deleitarse para la gloria de Dios. Afirmaba, en efecto, que debería ser considerado como una actividad creativa asumida por amor al trabajo en sí mismo, y que el hombre, creado a la imagen de Dios, debería crear cosas, así como Dios las crea, por el beneficio de hacer bien algo que es digno de hacerse. Puede parecerle a usted -así como le parece a algunos de mis conocidos- que tengo una suerte de obsesión por el tema de la actitud correcta hacia el trabajo. Pero insisto en esto, porque me parece que en lo que se convierta esta civilización después de esta guerra, va a depender enormemente de nuestra capacidad de llevar a cabo esta revolución en nuestras ideas acerca del trabajo. A menos que cambiemos toda nuestra manera de pensar respecto del trabajo, no creo que alguna vez podamos escapar de esta desastrosa jaula de ardilla de la confusión económica en la que locamente hemos girado durante los últimos tres siglos o más, la jaula en la que hemos aterrizado al consentir a un sistema social basado en la envidia y la avaricia. Una sociedad en la que el consumo tiene que ser artificialmente estimulado con el objeto de mantener la producción es una sociedad fundada sobre basura y desperdicios, y una sociedad así es una casa construida sobre arena. Es interesante considerar por un momento cómo nuestra perspectiva ha sido violentamente cambiada en los últimos doce meses por la brutal presencia de la guerra. La guerra es un juicio que se toma a las sociedades cuando ellas han estado viviendo en base a ideas que entran en violento conflicto con las leyes que gobiernan el universo. Personas que no estarían dispuestas a revisar sus ideas de modo voluntario se encuentran forzadas a hacerlo por la sola presión de los eventos que dichas mismas ideas han provocado. Nunca piense que las guerras son catástrofes irracionales: ellas ocurren cuando maneras erróneas de pensar y vivir ocasionan situaciones intolerables; y cualquiera que sea el bando más escandaloso en sus aspiraciones y el más brutal en sus métodos, las raíces de las causas del conflicto usualmente se encontrarán en alguna mala manera de vivir a la que todas las partes se han acostumbrado, y por la cual todos deberían, hasta cierto punto, cargar con la culpa. Es bastante cierto que la falsa economía es una de las causas fundamentales de la presente guerra; y una de las ideas falsas que hemos tenido acerca de la economía es la de una actitud falsa tanto respecto del trabajo como respecto del bien producido por el trabajo. Ahora estamos obligados a cambiar dicha actitud, bajo la presión de la guerra, y en cierta medida se trata de un proceso muy extraño y doloroso. Es siempre extraño y doloroso tener que cambiar un hábito mental; aunque, cuando hemos hecho el esfuerzo, encontraremos un gran alivio, incluso un sentimiento de aventura y placer, de deshacerse de lo falso y retornar a lo verdadero. ¿Puede usted recordar –y ya se está tornando difícil recordar- como eran las cosas antes de la guerra? ¿Recuerda los calcetines que comprábamos baratos y que botábamos para evitar el problema de zurcirlos? ¿Recuerda los autos que desechábamos cada año para mantenernos a la última moda en diseño de motor y aerodinámica? ¿El pan, los huesos y los desechos de grasa que ensuciaban los basureros- no sólo de los ricos sino también de los pobres? ¿Las botellas vacías que incluso los recolectores de basura despreciaban recoger, porque los manufactureros hallaban más barato hacer nuevas que limpiar las usadas? ¿Las montañas de latas vacías que nadie encontraba que valiera la pena rescatar, oxidándose y apestando en los vertederos de desechos? ¿La comida que era quemada o enterrada porque no era rentable distribuirla? ¿La tierra llena y empobrecida con cardos y hierba porque no era rentable labrarla? ¿Los paños destinados para la pintura o para levantar la tetera? ¿Las ampolletas encendidas porque era mucho problema apagarlas? ¿Las arvejas frescas que no nos molestábamos en desgranar y tirábamos afuera de la olla? ¿El papel que sobrecargaba las repisas, y se amontonaba en los parques y ensuciaba los asientos de los trenes? ¿Los pinches esparcidos y la loza rota, las chucherías baratas de fierro, madera, plástico, vidrio y lata que ocasionalmente comprábamos mientras esperábamos una media hora en Woolworth y que olvidábamos apenas eran compradas? ¿La publicidad implorando, exhortándonos, persuadiéndonos, amenazándonos y acosándonos para saciarnos con cosas que no queríamos, en el nombre del elitismo, la ociosidad, y el sex appeal? ¿Y el tumulto internacional por encontrar en las naciones desposeídas y tercermundistas un mercado de segunda donde ofrecer todo el desperdicio que las inexorables máquinas botan hora tras hora, para crear dinero y crear empleo? ¿Se da cuenta cómo hemos alterado completamente nuestra escala de valores, ahora que nadie nos urge a consumir sino que a conservar? Hemos sido forzados a volver a la moral social de nuestros tatarabuelos. Cuando una prenda de lencería cuesta tres preciosos vales de descuento, tenemos que considerar no sólo su aporte en cuanto a glamour, sino cuánto tiempo durará. Cuando la grasa es racionada, no debemos tirar los desechos, sino celosamente usarlos para sacar ventaja de lo que costó tanto tiempo y problemas engendrar y criar. Cuando el papel es escaso al menos debemos pensar si lo que vamos a decir es digno de ser comunicado antes de escribirlo o imprimirlo. Cuando nuestra vida depende de nuestra tierra, tenemos que pagar pequeñas raciones por destruir su fertilidad por descuidarla o sobrecosechar. Cuando un montón de espigas requiere mano de obra valiosa y es reunida con riesgo para la vida de los hombres por bombas y minas y fuego enemigo, leemos un nuevo significado en esas poco auspiciosas palabras que tan seguido aparecen en la pescadería: HOY NO HAY PESCADO… Hemos tenido que aprender la agria lección, que en todo el mundo existen sólo dos fuentes de riqueza real: el fruto de la tierra y el trabajo del hombre; y hemos tenido que aprender a estimar el trabajo no solo por el dinero que le otorga al productor, sino por la valía propia del producto que se esté haciendo. La pregunta que hoy formularé para que consideren es esta: cuando la guerra termine, ¿es probable, y en verdad queremos, mantener esta actitud hacia el trabajo y los frutos del trabajo? ¿O lo que en realidad queremos, y para lo que nos estamos preparando, es retroceder a nuestros malos hábitos de pensamiento? Porque creo que de nuestra respuesta a esta pregunta depende todo el futuro económico de la sociedad. Tarde o temprano llegará el momento en el que tendremos que decidir al respecto. En este momento no lo estamos haciendo – y no nos halaguemos de estar haciéndolo. Se está haciendo por nosotros. Y no nos imaginemos que una economía de guerra ha detenido el despilfarro. No lo ha hecho. Sólo lo ha transferido a algún otro lugar. El exceso y desperdicio que solía atiborrar nuestros basureros ha sido removido hacia el campo de batalla. Ahí es donde todo el excedente está movilizándose. Las industrias están rugiendo más fuertemente que nunca, produciendo bienes de día y de noche que no son de valor concebible para la preservación de la vida; por el contrario, su único objetivo es destruir la vida, y en vez de ser desechados están siendo enviados afuera- a Rusia, África del Norte, a la Francia ocupada, a Birmania, China, las Islas Molucas y los siete mares. ¿Qué va a pasar cuando las industrias dejen de producir armamento? Ninguna nación ha encontrado la vía para mantener las máquinas funcionando con pleno empleo bajo las condiciones industriales modernas sin estimular consumo innecesario. Por un tiempo un puñado de naciones se las ingenió para mantener producción asegurando un monopolio de producción y empujando sus productos desechables hacia mercados nuevos y no explorados. Cuando no hay nuevos mercados y todas las naciones son productoras industriales, la única alternativa que nos permitimos concebir ha sido aquella entre armamento y desempleo. Este es el problema que en algún momento u otro nos mirará a la cara nuevamente, y en este momento debemos tener nuestras mentes listas para derribarlo. Puede que no venga de golpe, porque es casi seguro que después de la guerra tendremos que pasar por un período de consumo mesurado mientras la escasez provocada por la guerra se arregle. Pero tarde o temprano tendremos que luchar con esta dificultad, y todo dependerá de nuestra actitud mental respecto de ella. ¿Tenemos que estar preparados para asumir la misma actitud hacia el arte de la paz como hacia el arte de la guerra? No veo razón por la cual no tengamos que sacrificar nuestra conveniencia y estándar de vida para la construcción del bien público tal como lo hacemos para la construcción de naves y tanques. Pero cuando el estímulo del temor y el enfado sean removidos, ¿estaremos preparados para hacer una cosa así? ¿O tendremos que retroceder a esa civilización de gula y desechos que engrandecemos con el nombre de “elevado estándar de vida”? Mucho me atemoriza la frase del estándar de vida. Y estoy también aterrada por la frase “después de la guerra”. Es pronunciada tan frecuentemente con un tono que sugiere: “tras la guerra queremos relajarnos y volver a vivir como lo hicimos antes”. Y eso significa volver al tiempo en el que el trabajo era valorado en términos de retorno de efectivo, y no en términos del trabajo. Ahora la respuesta a esta pregunta, si estamos resueltos a saber cuál es, no será dejada al rico –ni por el industrial ni por el financiero. Si esta gente ha gobernado el mundo durante los últimos años es sólo porque nosotros hemos depositado el poder en sus manos. La pregunta puede y tiene que ser respondida por el trabajador y el consumidor. Es extremadamente importante que el trabajador pueda realmente entender dónde yace el problema. Es una cuestión de hechos duros que en estos días el trabajo, más que cualquier otro sector de la comunidad, tiene su interés puesto en la guerra. Algunos empleadores ricos hacen ganancia de la guerra -eso es cierto; pero lo que es infinitamente más importante es que para todo el sector trabajador la guerra significa pleno empleo y salarios altos. Cuando la guerra cesa, entonces el problema de emplear mano de obra en las máquinas comienza nuevamente. La incesante presión de la deseosa mano de obra está detrás de la dirección hacia el consumo desechable, ya sea en la destrucción propia de la guerra o en el triunfo de la paz. El problema es tratado en términos demasiado simplistas cuando se presenta como un mero conflicto entre trabajo y capital, entre empleado y empleador. La dificultad básica se mantiene cuando conviertes al Estado en el único empleador, incluso si conviertes al trabajo en el empleador. No es solo una pregunta de ganancias o condiciones de vida –sino acerca de lo que debe hacerse con el trabajo de las máquinas, y qué trabajo han de hacer las máquinas. Si no nos ocupamos de esta pregunta ahora, mientras tenemos tiempo para pensar en ello, luego la vorágine de la producción y el consumo desechables comenzarán nuevamente y una vez más terminarán en guerra. Y el poder conductor del trabajo estará empujando para girar la rueda, porque es el interés financiero del trabajo que hace que este trompo gire más y más rápido hasta que una catástrofe inevitable venga. Así esas ruedas harán virar al consumidor –esto es, usted y yo, incluyendo al obrero, que también es un consumidor– y nuevamente será instado a consumir y desechar; y a menos que cambiemos nuestra actitud –o a menos que mantengamos la nueva actitud que la lógica de la guerra nos forzó a adoptar- estaremos nuevamente desorientados por nuestra vanidad, indolencia y glotonería haciendo girar la rueda de la economía de lo dispensable. Podríamos –usted y yo- llevar a tierra toda la fantástica economía del despilfarro, sin legislación y sin revolución, por el mero rechazo a cooperar con ella. Digo que podríamos, aunque en realidad ya lo hemos hecho o, más bien, nos ha ocurrido. Si no queremos levantarnos en armas después de la guerra, podemos prevenirlo simplemente preservando el hábito del tiempo de guerra de valorar el trabajo en vez del dinero. La pregunta es si acaso queremos. Lo que sea que hagamos, nos veremos enfrentados a serios problemas que no pueden ser disimulados. Pero hará una gran diferencia en el resultado si estamos genuinamente apuntando a un cambio real en el pensamiento económico. Y me refiero a un cambio radical desde arriba hasta las bases –un nuevo sistema, no un mero ajuste del antiguo para favorecer a un conjunto diferente de personas. El hábito de pensar acerca del trabajo como algo que uno hace para ganar dinero está tan arraigado en nosotros que apenas podemos imaginar la clase de cambio revolucionario que sería pensar en términos del trabajo hecho. Proceder así significaría asumir la actitud mental que reservamos para el trabajo no pagado –nuestros hobbies, lo que hacemos con el tiempo libre, las cosas que construimos y hacemos por placer– y convertir eso en el estándar de todo nuestro juicio acerca de las cosas y las personas. Podríamos preguntarnos acerca de una empresa, no “¿pagará? sino “¿es buena?; de un hombre, no “¿qué hace?” sino “¿qué vale su trabajo?”; de los bienes, no “¿podemos inducir a la gente a comprarlo?” sino “¿son cosas útiles y bien confeccionadas?; del empleo, no ”¿cuánto gano en una semana?” sino “¿ejercitará mis facultades al máximo?” Y las partes interesadas en, digamos, compañías de cerveza, podrían asombrar al directorio preguntando y demandando saber no solo adónde irán las ganancias o qué dividendos han de pagarse, ni siquiera solo si los salarios de los empleados son suficientes y las condiciones laborales satisfactorias, sino con voz fuerte y clara y con un sentido de responsabilidad apropiado: ¿cuál está siendo la materia prima de la cerveza? Probablemente se esté preguntando cómo esta actitud alterada hará una diferencia en la pregunta por el empleo. Porque suena como si esto resultara no en mayor empleo, sino en menos. No soy una economista, y solo puedo apuntar a una peculiaridad de la economía de guerra que usualmente pasa desapercibida en los libros de economía. En guerra, la producción para consumo desechable aún sigue vigente, pero hay una gran diferencia en el bien producido. Ninguno de los productos es valorado por su retorno, sino solo por su mérito personal. La pistola y el tanque, el aeroplano y la nave de guerra deben ser de la mejor clase. Un consumidor de guerra no compra mala calidad. No compra para revender. Compra la cosa que sea buena para su propósito, solo preguntando si hará el trabajo que tiene que hacer. Una vez más, la guerra fuerza a los consumidores a una actitud correcta hacia el trabajo. Y, ya sea por una extraña coincidencia o por alguna ley universal, cuando lo único que exigimos de un bien es su perfecta integridad, su valor absoluto propio, la habilidad y el esfuerzo del trabajador son plenamente empleados y asimismo adquieren un valor absoluto. Esta no es probablemente el tipo de respuesta que encontrará en la teoría económica. Pero el economista profesional no está realmente entrenado para contestar, o siquiera para preguntarse a sí mismo, acerca de valores absolutos. El economista se encuentra dentro de la rueda de ardilla y girando en ella. Cualquier pregunta acerca de valores absolutos pertenece a la esfera de la religión, no de la economía. Y es muy posible que no podamos ocuparnos de la economía como un todo hasta que podamos verla desde fuera de la jaula. Así, esto podría otorgar un muy práctico y preciso significado a las palabras: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”…. Estoy persuadida de que la razón por la cual las iglesias tienen gran dificultad para entregar una guía en la esfera económica es porque están tratando de adecuar un estándar económico cristiano a una comprensión del trabajo completamente falsa y pagana. ¿Cuál es la comprensión cristiana del trabajo? Yo quisiera presentarles dos o tres proposiciones que surgen de la postura doctrinal que enuncié al principio: concretamente, que el trabajo es un ejercicio y función naturales del hombre –la criatura que es hecha a imagen de su Creador. Encontrará que cualquiera de ellas, puestas en práctica diaria, es suficientemente revolucionaria (comparada con los hábitos de pensamiento en los cuales hemos caído) como para sacar a luz el conformismo de todas las revoluciones políticas. La primera, enunciada brevemente, es que el trabajo no es, fundamentalmente, una actividad que uno realiza para vivir, sino que la actividad para la cual uno vive. Es, o debería ser, la completa expresión de las facultades del trabajador, la actividad en la que encuentra satisfacción espiritual, mental y corporal, y el medio en el cual se ofrece a Dios. Ahora bien, las consecuencias de esto no son meramente que el trabajo deba ser realizado bajo condiciones decentes de vida y trabajo. Ese es un punto que hemos comenzado a comprender, y es un punto completamente sensato. Pero tendemos a concentrarnos en eso al punto de excluir otra consideración mucho más revolucionaria. (a) Existe, por ejemplo, la pregunta por las ganancias y remuneraciones. Todos hemos fijado en nuestras mentes que el fin apropiado del trabajo es ser remunerado por este -que produzca un retorno en ganancias o en pago para el trabajador, que al menos compense el esfuerzo que pone en él. Pero si nuestra propuesta es cierta, el trabajador ya habrá obtenido su recompensa si la sociedad le provee un retorno suficiente en riqueza real que lo habilite para ejecutarlo apropiadamente. Pues su trabajo es la medida de su vida, y su satisfacción se encuentra en la realización de su propia naturaleza y en el contemplar la perfección de su trabajo. Que, en la práctica, exista tal satisfacción, se muestra por el sencillo hecho de que el hombre a veces pone en un hobby un esmerado esfuerzo que tal vez nunca podrá beneficiarle económicamente de una manera adecuada. Su satisfacción viene, de una manera divina, de contemplar lo creado y encontrarlo muy bueno. Ya no está negociando por su trabajo, sino que sirviéndolo. Es sólo cuando el trabajo se mira como un medio de ganancias que se convierte en odioso; pues ahí, en vez de un amigo, se convierte en un enemigo del que hay que extraer cuotas y contribuciones. Lo que la mayoría de nosotros demanda a la sociedad es que podamos siempre quedarnos con un poco más que el avalúo del trabajo que le entregamos. A través de este proceso, nos persuadimos a nosotros mismos de que la sociedad siempre nos debe –una convicción que no sólo acrecienta las actuales cargas financieras, sino que nos deja con un resentimiento hacia la sociedad. (b) Aquí hay una segunda consecuencia. De momento no hemos captado claramente el principio de que cada hombre debería ejecutar el trabajo para el cual naturalmente se ajusta. El empleador está obsesionado por la noción de que debe encontrar mano de obra económica, y el trabajador por la noción de que el trabajo mejor pagado es el trabajo para él. Solo débil, inadecuada y espasmódicamente intentamos enfrentar el problema desde el otro extremo, preguntando qué tipo de trabajador se adapta a este tipo de trabajo. Las personas involucradas en educación ven claramente que este es el extremo correcto desde el cual comenzar: pero están frustradas por la presión económica y por el error, por una parte, de los padres y, por otra parte, de los empleadores, que no comprenden la importancia fundamental de este enfoque. Que el problema deriva mucho más de una falla de inteligencia que de una necesidad económica es claramente visualizado bajo condiciones de guerra, cuando, aunque la economía competitiva ya no es más el factor gobernante, los hombres y mujeres adecuados siguen siendo persistentemente empujados a trabajos incorrectos por la pura inhabilidad de parte de todos de imaginar un enfoque vocacional para la tarea de asociar al trabajador con su trabajo. (c) Una tercera consecuencia es que, si realmente creemos esta proposición y organizamos nuestro trabajo y nuestro estándar de valores consecuentemente, no deberíamos pensar más en el trabajo como algo que apresuradamente superamos para disfrutar de nuestro tiempo libre; deberíamos observar nuestro tiempo libre como el período de cambio de ritmo que nos refresca para el propósito deleitable de continuar trabajando. Y siendo esto así, no deberíamos tolerar regulaciones de ningún tipo que nos impidan trabajar tanto como nuestro disfrute del trabajo lo requiera. Deberíamos resentirnos de cualquier restricción como una monstruosa interferencia a la libertad del sujeto. Dejo a su imaginación considerar cuán grande sería el trastorno nuestras ideas al ver las cosas así. Pues esto trastorna todas nuestras nociones acerca de horas de trabajo, ritmos de trabajo, competencia injusta, y todo el resto. Esto nos pone a luchar, como ahora sólo los artistas y los miembros de ciertas profesiones lo hacen, por el precioso momento en que volvamos a trabajar –en vez de luchar por evitar algunas horas de trabajo. (d) Una cuarta consecuencia es que deberíamos luchar con dientes y uñas, no por un mejor empleo, sino por la calidad del trabajo que tengamos que hacer. Deberíamos pedir a gritos estar involucrados en el trabajo que es digno de realizarse, y por el cual nos sentimos orgullosos. El trabajador debería demandar que las cosas que se esmera en terminar sean buenas cosas –ya no debería sentirse conforme con aceptar efectivo y dejar fluir los créditos. Como los accionistas de la cervecera, debería tener un sentido de responsabilidad personal, y pedir saber y controlar qué es lo que se incluye en esa cerveza. Podrían entonces haber protestas y paros no solo por las condiciones de pago, sino por la calidad del trabajo demandado y por la honestidad, belleza y utilidad del bien producido. El peor insulto que una era comercial ha ofrecido al trabajador ha sido el robarle todo interés por el producto final de su trabajo y forzarle a dedicar su vida a desarrollar cosas malas que no son dignas de ser confeccionadas. La primera propuesta sobre todo afecta al trabajador. Mi segunda propuesta tiene que ver directamente con los cristianos como tales, y es la siguiente. Es asunto de la iglesia reconocer que la vocación secular, como tal, es sagrada. Los cristianos, y particularmente el clero cristiano, deben comprender en sus cabezas que cuando un hombre o mujer tiene un llamado a un puesto particular en el trabajo secular, esa es vocación tan verdadera como si él o ella fuera llamado a un trabajo religioso específico. La iglesia debe preocuparse no solo con preguntas como precios justos y condiciones de trabajo apropiadas: ella debe ocuparse de mirar que el trabajo en sí mismo sea tal que un humano lo ejecute sin degradarse –que nadie sea requerido por la economía o cualquier otra consideración a consagrarse a trabajar en un trabajo que es despreciable, destructor del alma o peligroso. No es adecuado para la iglesia asentir a la noción de que la vida del hombre está dividida entre el tiempo que pasa en el trabajo y el tiempo que pasa sirviendo a Dios. Debe ser capaz de servir a Dios en el trabajo, y el trabajo en sí mismo debe ser aceptado y respetado como un medio de creación divina. En nada la iglesia ha perdido tanto su percepción de la realidad como en su error en entender y respetar la vocación secular. Ella ha dejado que el trabajo y la religión sean departamentos separados, y está asombrada de encontrar que, como resultado, el trabajo secular del mundo se ha tornado en puro egoísmo y fines destructivos, y que la mayor parte de los trabajadores inteligentes del mundo se han convertido en profanos o, cuando menos, desinteresados en la religión. ¿Pero resulta acaso sorprendente? ¿Cómo puede alguien mantenerse interesado en una religión que parece no tener que ver con nueve décimos de nuestras vidas? El enfoque de la iglesia a un carpintero inteligente está usualmente confinado a exhortarle a que no se embriague ni ande desordenadamente en su tiempo libre, y que venga a la iglesia los domingos. Lo que la iglesia debería estar diciéndole es que la primera exigencia que su religión pone sobre él es que haga buenas mesas. Ella es iglesia usando todos los medios y formas decentes de goce, ciertamente –¿pero de qué sirve todo ello si en el centro de su vida y ocupación está insultando a Dios con mala carpintería? Le aseguro que ninguna pata de mesa torcida o cajones mal calibrados salieron de la tienda de carpintería en Nazaret. Ni, si es que lo hicieron, pudo alguien creer que hayan sido hechas por las mismas manos que hicieron el Cielo y la Tierra. Ninguna piedad en el trabajador compensará un trabajo que no es verdadero en sí mismo; porque cualquier trabajo infiel a su propia técnica es una mentira viviente. Y sin embargo, en su propia arquitectura, en su arte y música, en sus himnos y oraciones, en sus sermones y en sus pequeños libros devocionales, la iglesia está tolerando o permitiendo que una intención beata excuse un obrar tan feo, tan pretensioso, tan despreciable y necio, tan hipócrita e insípido, tan malo como para conmocionar y horrorizar a cualquier creador. ¿Y por qué? Simplemente porque ella ha perdido todo sentido del hecho de que la eterna verdad viviente se expresa en el trabajo en la medida en que éste es genuino en sí mismo, para sí mismo, según los estándares de su propia técnica. Ella ha olvidado que la vocación secular es sagrada. Ha olvidado que una construcción debe ser buena arquitectura antes de ser una buena iglesia; que una pintura debe estar bien hecha antes de ser una buena pintura sagrada; que el trabajo debe ser buen trabajo antes de que se llame obra de Dios. Que la iglesia recuerde esto: que cada fabricante y trabajador está llamado a servir a Dios en su profesión o especialización –no fuera de ella. Los apóstoles lo vieron correctamente cuando dijeron que el dejar la palabra de Dios y servir las mesas en su caso habría sido incumplimiento; su vocación era predicar la palabra. Pero la persona cuya vocación es preparar la comida excelentemente podría con la misma justicia protestar: para nosotros no es cumplir el dejar el servicio de nuestras mesas para predicar la palabra. La iglesia oficial pierde tiempo y energía, y más aún, comete sacrilegio, al demandar que los trabajadores seculares abandonen su vocación formal para realizar trabajo cristiano –el cual ella entiende como trabajo eclesial. El único trabajo cristiano es el trabajo bien hecho. Que la iglesia vea que los trabajadores son personas cristianas y hacen su trabajo bien hecho, como para Dios: así todo el trabajo será trabajo cristiano, tanto si es un bordado para la iglesia como si es tratamiento de aguas servidas. Como dijo Jaques Maritain: “Si quieres producir trabajo cristiano, sé un cristiano y trata de hacer un buen trabajo sobre el cual has puesto tu corazón; no intentes adoptar una apariencia cristiana”. Él está en lo correcto, y que la iglesia recuerde que la belleza del trabajo será juzgada por sí misma, y no por estándares eclesiásticos. Permítanme ilustrar lo que quiero decir. Cuando mi obra El celo de Su casa fue producida en Londres, una querida y piadosa mujer fue muy tocada por la belleza de los cuatro arcángeles parados durante la obra en sus pesadas batas de oro, de tres metros de pie a cabeza. La mujer me preguntó con gran inocencia si acaso es que había seleccionado a los actores “por la excelencia de su carácter moral”. Yo le respondí que los ángeles fueron seleccionados para comenzar, no por mí sino por el productor, quien tenía las calificaciones técnicas para seleccionar actores aptos –porque esa era parte de su vocación; que seleccionó, en primer lugar, hombres jóvenes que eran de un metro ochenta de altura, de manera tal que juntos combinaran bien; en segundo lugar, que los ángeles tenían que tener una condición física apropiada, para que pudieran estar de pie firmes durante dos horas y media, soportando el peso de sus alas y vestuario, sin tambalearse, inquietarse o desmayarse; en tercer lugar, que tenían que ser capaces de hablar sus líneas con voz agradable y audible; en cuarto lugar, que tenían que ser actores razonablemente buenos. Cuando todas estas condiciones técnicas fueran cumplidas, podríamos entrar a revisar calidad moral, materia en que la primera condición sería la habilidad de llegar al escenario puntualmente y en sobria condición, porque el telón debe levantarse y un ángel bebido podría resultar indecoroso. Luego de eso, y sólo luego de eso, uno podría tomar en consideración el carácter. Pero, dado que su comportamiento no fuese tan bochornoso como para causar disensiones entre la compañía, el tipo adecuado de actor sin excelencia moral podría otorgar por lejos un desempeño más creíble que un devoto actor con malas calificaciones técnicas. Las peores películas religiosas que he visto fueron producidas por compañías que eligieron su staff exclusivamente por su piedad. Mala fotografía, mala actuación y malos diálogos han producido un resultado tan grotescamente irreverente que las películas no pueden ser exhibidas en las iglesias sin llevar a que el cristianismo sea despreciado. A Dios no se le sirve a través de la incompetencia técnica; e incompetencia y falsedad siempre se presentan cuando a la vocación secular se le trata como una cosa ajena a la religión. Y a la inversa: cuando uno encuentra un hombre que es cristiano adorando a Dios mediante la excelencia de su trabajo, no lo distraiga ni lo aparte de su apropiada vocación para dirigir reuniones religiosas y abrir locales de iglesia. Déjelo servir a Dios de la manera en que Dios lo ha llamado. Si lo aparta de ello, se cansará con una técnica que le es ajena y perderá su capacidad para realizar su dedicado trabajo. El negocio de ustedes, hombres de iglesia, es que este hombre pueda obtener todo lo bueno que pueda de guardar su trabajo –no apartarlo de él para que ejecute trabajo de iglesia para ustedes. Si usted tiene algo de poder, ocúpese de que haga su propio trabajo libremente, así como tiene que hacerlo. No está ahí para servirle; está ahí para servir a Dios sirviendo a su trabajo. Esto me lleva a una tercera proposición, y puede que ésta le suene la más revolucionaria de todas. Es ésta: el primer deber de un trabajador es servir a su trabajo. La catástrofe popular de estos días es que el deber de todos es servir a la comunidad. Hay una trampa en ello. Es el viejo truco acerca de los dos grandes mandamientos, “Amar a Dios y a tu prójimo: de esos dos mandamientos se desprende toda la Ley y los Profetas”. La trampa en eso, lo que por estos días el mundo ha olvidado en gran manera, es que el segundo mandamiento depende del primero, y que sin el primero es un espejismo y una trampa. Muchos de nuestros problemas y desilusiones presentes han venido por ubicar al segundo mandamiento antes que el primero. Si consideramos primero a nuestro prójimo, estamos poniendo al hombre antes que a Dios, y eso es lo que hemos estado haciendo desde que comenzamos a adorar la humanidad y convertir al hombre en la medida de todas las cosas: él se convierte en el centro del problema –y ésa es precisamente la trampa en servir a la comunidad. Podría tal vez ponernos en guardia respecto de la frase el considerar que es el eslogan de cada bribón y estafador comerciante que quiera realizar delicadas prácticas de negocio que pasen por desarrollo social. “Servicio” es la consigna del anunciante, de los grandes negocios y de las finanzas fraudulentas; y de otros, también. Escuchen esto: “Espero que el poder judicial entienda que la nación no existe para su conveniencia, sino que la justicia existe para servir a la nación”. Ese fue Hitler ayer –y eso es en lo que el “servicio” se convierte cuando la comunidad, y no el trabajo, se convierte en su ídolo. Existe, de hecho, una paradoja acerca de trabajar para servir a la comunidad, y es la siguiente: que servir directamente a la comunidad es falsificar el trabajo; la única manera de servir a la comunidad es olvidar a la comunidad y servir al trabajo. Existen tres buenas razones para esto: La primera es que usted no puede realizar un buen trabajo si desconecta su mente del trabajo para ver cómo la comunidad lo está recepcionando. Eso es tan imposible como hacer un buen saque quitando la vista de la pelota. “Bienaventurados los decididos de corazón” (pues ése es el significado real de la palabra que traducimos “puros de corazón”). Si su corazón no está completamente en el trabajo, el trabajo no será bueno –y el trabajo que no es bueno no sirve ni a Dios ni a la comunidad, sólo sirve a Mamón. La segunda razón es que en el momento en que usted piensa servir a otras personas, usted comienza a tener una noción de que otras personas le deben algo por sus sacrificios; usted comienza a pensar que puede demandar algo de la comunidad. Comenzará a negociar recompensas, a posar para aplausos y a albergar quejas si no está siendo apreciado. Pero si su mente está fija en servir al trabajo, entonces usted sabe que no tiene que atender a nada de eso: la única recompensa que el trabajo puede darle es la satisfacción de contemplar su perfección. El trabajo lo toma todo y no otorga nada más que a sí mismo; servir al trabajo es una labor de puro amor. En tercer lugar, si se dispone a servir a la comunidad, usted probablemente terminará meramente satisfaciendo una demanda pública –y tal vez ni eso haga. Una demanda pública es una cosa cambiante. Nueve décimos de las malas obras en los teatros le deben su pobreza al hecho de que el guionista ha buscado complacer a su audiencia, en lugar de producir una obra buena y satisfactoria. En vez de hacer el trabajo de acuerdo a sus propias demandas de integridad, él ha falsificado la obra al agregar esto o aquello que piense apelará a la galería (la cual para ese entonces ya querrá hacer otra cosa), y su obra fallará por ser poco sincera. El trabajo ha sido falsificado para complacer al público, y al final ni siquiera el público es complacido. Así como esto ocurre en los trabajos artísticos, ocurre en todos los trabajos. Estamos llegando al final de la era de la civilización que comenzó por complacer demandas públicas y terminó intentando frenéticamente crear demandas públicas para un resultado tan falso y carente de sentido que incluso el público embobado y asqueado desde el basurero se ofrece y se conecta a la guerra en vez de tragar más de ellas. El peligro del “servicio comunitario” es que uno es parte de la comunidad, y que sirviéndola uno podría estar sólo sirviendo una especie de egocentrismo comunitario. El único camino cierto para servir a la comunidad es estar verdaderamente en simpatía con la comunidad, ser uno mismo parte de ella y luego servir al trabajo sin dar a la comunidad otra opinión. Así, el trabajo sobrevivirá, porque será cierto en sí mimo. Es el trabajo el que sirve a la comunidad; el negocio del trabajador es servir al trabajo. Donde nos hemos confundido es en esta mezcla entre los fines para los cuales puede ser usada nuestra obra y la manera en la que el trabajo se hace. El fin del trabajo será decidido por nuestra perspectiva religiosa: tal como somos, así obramos. El negocio de la religión es hacernos personas cristianas, y luego nuestro trabajo irá naturalmente tras fines cristianos, porque nuestro trabajo es expresión de nosotros mismos. Pero la manera en que el trabajo es realizado no está gobernada por ninguna sanción excepto el bien del trabajo en sí mismo; y la religión no tiene conexión directa con eso, excepto insistir que el obrero sea libre para ejecutar su trabajo de buena manera de acuerdo a su propia integridad. Jacques Maritain, uno de los pocos escritores religiosos de nuestros tiempos que de verdad entiende la naturaleza del trabajo creativo, ha sintetizado el asunto en una frase. Lo que se requiere es la perfecta discriminación práctica entre el fin perseguido por el obrero (finis operantis, según los escolásticos) y el fin a ser servido por el trabajo (finis operis) , de manera que el obrero puede trabajar por su salario pero el trabajo sea controlado y definido sólo por relación a su bien apropiado y de ninguna manera en relación al salario ganado; así, el artista puede trabajar por cualquier intención humana que le agrade, pero el trabajo considerado en sí mismo será ejecutado y construido solo por su propia belleza. O tal vez podamos ponerlo en términos más breves: si el trabajo ha de encontrar su lugar indicado en el mundo, es deber de la iglesia velar porque el trabajo sirva a Dios, y porque el trabajador sirva a su trabajo.


 

[1] Originalmente publicado por Dorothy Sayers como “Why Work” en Creed or Chaos? and other Essays in Popular Theology Methuen, Londres, 1947. Derechos reservados. Traducido con autorización. Traducción de Esteban Guerrero Cid. © 2014 «Dorothy Sayers», www.estudiosevangelicos.org © 2014 porfineslunes.org. Usado con permiso Una iniciativa de los Grupos Bíblicos de Graduados de España (GBG). Grupos Bíblicos Unidos (GBU). Website: gbu-es.org

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