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¿Dejar la medicina por Dios?

Volví a mis clases en Nueva York llena de gozo, con un nuevo impulso para mi carrera profesional, y con el deseo de compartir la gloriosa noticia de lo que ocurre cuando, por fe, le tomamos la palabra a Dios. Me parecía que había llegado a la ‘meta’. Sin embargo, pronto encontré que aún tenía más para aprender. Un profundo silencio reinaba en El Calvario, un templo episcopal en Nueva York. Era de mañana y sólo dos o tres feligreses compartían el santuario conmigo. Yo estaba arrodillada, lejos del altar. No quería que ningún oficio religioso interrumpiese mi discusión. Discusión con Dios. Tenía que decidir mi respuesta a una aguijoneante pregunta: —¿Abandonarías tu carrera en medicina si te lo pidiera?


Por cierto tiempo el temor a esta demanda me había perseguido, especialmente después de la experiencia espiritual en Mineápolis. Amaba a la medicina. Los años de estudio en la Universidad de La Plata habían sido excepcionalmente agradables. El trabajo pediátrico en el Hospital de Niños en Buenos Aires me traía mucha satisfacción. Pero ahora, después de Mineápolis, la situación había cambiado totalmente. Ya no interesaba cuál era mi gusto o disgusto, ni lo que yo quisiera o no quisiera hacer. Lo importante era saber lo que Dios quería de mi vida. —¿Estarías dispuesta? —Pero, Señor, ¿cómo puedo abandonar todos estos años de estudio, poner a un lado todos los conocimientos adquiridos con tanto esfuerzo? No es lógico... —¿Estarías dispuesta? —Pero, Señor, fíjate cuántas oportunidades tendría yo para trabajar para ti con la medicina... lo útil que te podría ser si me permitieras seguir con mi carrera... La lucha fue larga y dura.


La gente entraba y salía. Un servicio de adoración comenzó y terminó. Pero yo seguía arrodillada entre la fila de bancos. Una mano cariñosa se posó sobre mi hombro y oí la pregunta: —¿Está usted bien? —Sí, gracias, estoy bien. Y seguí sola otra vez. Sola con el problema acuciante. Entonces vino el pensamiento: ¿Qué pasaría si dijera: ‘No’? ¿Si rehusara abandonar mi carrera médica? Sabía que podía negarme. Mi voluntad estaba libre. La elección era mía. Como en una película en cámara lenta, vi lo que sucedería si decía ‘no’. Una carrera muy satisfactoria en servicio a la humanidad. Una pediatra acreditada. Un consultorio lleno. Mis padres muy contentos. Plena actividad en una sala de hospital donde el jefe me había distinguido con su confianza... un futuro atractivo se abría ante mí. Pero también vi el precio que tendría que pagar. Para otro quizá no era importante, pero sí para mí. Ya no habría más una Biblia viviente donde cada palabra estaba iluminada por el Espíritu de Dios. Ya no volvería a saciar mi hambre espiritual con las riquezas de esa Palabra, ni a regocijarme más en la realidad de la presencia de Dios. Nunca más encontraría esa puerta abierta hasta el mismo corazón del Padre. El silencio en el santuario parecía acentuarse mientras, en la visión interior, contemplaba los dos caminos.


Ídolos

En eso, otra pregunta golpeó mi corazón. —¿Estarías dispuesta a dedicar tu vida exclusivamente a la alabanza? —¿Qué? —dije, consternada— ¿Una vida de alabanza? ¿Pasar toda mi vida en alabanza? ¡Señor, soy metodista! —¿Lo harías? —fue la pregunta ineludible— ¿Por mí? En ese momento fueron abiertos mis ojos. Abiertos a la realidad. Vi que toda la eternidad era demasiado corta para alabarle a él, mi Redentor y mi Señor. ‘Digno es él de todo honor’, declara el Apocalipsis. Una fuente de alabanza brotó en mi espíritu. Humilde, agradecida, por fin pude decirle: —Sí, Señor, estoy dispuesta, pero tu tendrás que encargarte de todo lo que suceda en el futuro. Cansada, pero en paz, abandoné el templo y salí al sol del mediodía.

¿El mañana? En manos de mi Padre. Por fin, mi corazón descansaba y todo mi ser estaba lleno de gozo. —¿Y qué sucedió? —preguntó Elena, sentada a mi lado frente al hogar donde brillaban los troncos de eucaliptus. Estábamos en San Gerónimo, treinta años después. Las largas sombras de la tarde se extendían sobre el césped que rodeaba el placentero hogar de mi hermana Irene en la verde comarca uruguaya. Mi amiga, la doctora Estela Albino, estaba descansando después de una exitosa carrera en cirugía ortopédica. —¿Qué pasó?... Bueno, al cruzar el parque Gramercy hacia mi hotel, me sentí bien. Realmente bien. Había elegido el mejor camino y sabía que, de algún modo, a su tiempo, Dios solucionaría los problemas que seguramente irían apareciendo. La parte mía, cumplir con su voluntad. La parte divina, todo mi porvenir. —Sí, ¿pero qué pasó? —insistió Elena. —Al día siguiente, pregunté: ¿Y ahora qué, Señor? ‘A tus estudios’, fue la respuesta. Sorprendida, le pregunté: ¿No me quitaste la medicina? Entonces Dios me respondió claramente: ‘Sí, te quité una medicina que había llegado a ser tu ídolo. Tu profesión te hacía sentir importante aun delante de mí. Esa medicina te he quitado.’ Con profundo gozo me di cuenta de que mi tarea ahora consistía solamente en mantenerme sensible a la dirección divina y usar responsablemente los conocimientos que Dios me había permitido adquirir. —¿Entonces, volviste a la medicina?— dijo Elena. —La medicina me fue devuelta —le contesté—, pero ya no era algo a que aferrarme. Desde ese momento pertenecía a Dios para ser usada bajo su control y para su gloria. Estaba libre, libre para vivir a la altura que Dios había planeado para mi vida. Todas las consecuencias estaban en sus manos. Y ahora ¿dónde? Mi carrera médica me había sido devuelta. Pero ¿dónde tenía que ejercerla?


Me atraía mucho la India. En nuestro hogar siempre había libros sobre la obra misionera. Desde la temprana adolescencia me había preocupado la situación de la mujer en la India. ¡Cómo se necesitaban médicas, en un país donde la mujer hindú, en esa época, no podía ser atendida por facultativos masculinos! ¿Era hacia allí adonde tendría que ir? Por otro lado, tenía dos invitaciones para trabajar entre los estudiantes. Stacey Woods, el secretario general de los estudiantes evangélicos en los Estados Unidos de Norteamérica me había invitado a trabajar con ellos. Y el doctor Montagno, por su parte, me había invitado a trabajar con ellos en América del Sur. En ambos casos, tendría que dejar la medicina. Pero ya no era mía para dejarla.


Mi carrera se había transformado en un bien para administrar, algo de lo cual tenía que dar cuenta al Dueño.


¿Y qué de mi país? ¿Debía volver a la Argentina? Sucedió entonces una cosa curiosa. Una mañana, mientras meditaba, me sacudieron las palabras dadas al profeta Ezequiel. ¿Un mensaje para mí? ‘No a muchos pueblos de habla profunda, ni de lengua difícil, cuyas palabras no entiendas.’ ¿A mi propio pueblo, entonces? ¿A mi país? Nunca me había gustado abrir la Biblia al azar, y tomar un versículo aislado como respuesta. Sin embargo, estas palabras volvían continuamente, intercalados entre los quehaceres diarios. Finalmente dije: —Señor, si este es tu plan para mí, haz que lo conozca de una manera certera; que no dependa de una palabra tomada al azar. Poco después, llegó la serenidad y la convicción de que debía volver a un pueblo amado cuya lengua ‘no era extraña ni dura de entender’. Sin embargo, sólo nueve años después supe porqué tuve que volver a mi país.


 

Extracto del libro Te tomo la palabra de Editorial Certeza Argentina.

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